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Almas vivas

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Almas vivas

   Lo confieso hidalgamente: nunca he sido aficionado a visitar cementerios. Sé que esta práctica tiene muchos adeptos a lo largo y ancho del mundo, pero ese no es mi caso. Aquí, las razones:

   1.- No tengo –como se dice- “temor a la muerte”. Le tengo horror o, para ser preciso, me horroriza que la existencia tenga un fin.

   2.- Amo apasionadamente la vida.

Por cierto que el ser un hombre de 34 años implica que ya se ha comprendido  que con la vida no se juega, por lo que uno abandona, progresivamente, las imprudencias juveniles y las irracionalidades que uno comete por entonces.

Recuerdo perfectamente que hace unos 15 años un problema menor y pasajero –como, por ejemplo, una pena de amor- podía, fácilmente, hundirme en un pozo de desesperación y tristeza, en el que podía caer aún más leyendo literatura existencialista del tipo Camus, Sartre, etc., y escuchando bandas post-punk inglesas como Bauhaus, The Cure y Joy Division, todas muy tristísimas, por cierto.

Sin embargo, hoy mi ánimo es otro: trato de sonreírle a la vida y más que buscar dramas amorosos preferiría verme envuelto en lo que, eufemísticamente, se llama “un lío de faldas”. Por otro lado, trato de forzar mi mediocre inglés para leer las notas del períodico The Moscow News, mientras me la pasó de maravillas escuchando música sencilla y feliz.

De todas formas, no dejó de llamarme la atención cuando hace unas semanas un amigó posteó en mi cuenta de Facebook un enlace que mostraba un video sobre el Cementerio Novodévichi. El mensaje decía: “Compadre, si vas a este cementerio y sacas fotos serás un verdadero maestro. Te lo agradecería mucho. Toda mi vida he soñado con ir allá y conocer ese lugar”.

Sus palabras tuvieron el don de recordarme lo afortunado que era de estar en Rusia y conocer lugares ansiados por millones de personas en todo el orbe.

No podía, por tanto, defraudar las expectativas de mi amigo.

“Dalo por hecho. Como que me llamo John Santelices”, posteé en su muro.

Primer paso: buscar

Obvio. ¿Dónde? Internet en español. Abrí wikipedia. Y leí esto:

“El Cementerio Novodévichi (en ruso Новодевичье кла́дбище, Novodévichiye kládbishche) es el cementerio más famoso de Moscú, Rusia. Forma parte del conjunto conventual del Monasterio Novodévichy, que data del siglo XVI, declarado en 2004 Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

Fue inaugurado en 1898, cuando ya existían muchos enterramientos en los muros del monasterio. Uno de los primeros personajes notables en ser enterrado en el Cementerio fue Antón Chéjov, cuya tumba es un trabajo de Fiódor Shéjtel.

El cementerio alberga más de 27.000 tumbas, entre las que se encuentran las de distinguidos escritores, actores, poetas, científicos, líderes políticos y militares. Se asemeja a un parque, con pequeñas capillas y grandes conjuntos escultóricos…”.

Distinguidos escritores, actores, poetas, científicos, líderes políticos y militares… Entre los nombres del mundo artístico que reconocí estaban Nikolái Gogol, Mijaíl Bulgákov, Sergéi Eisenstein y Konstantín Stanislavski, entre otros. Igualmente, advertí a algunos personajes del todo relevantes en la historia del siglo XX.

Eso era suficiente para mí.

Debía…

Segundo paso: ir

Curiosamente el camposanto estaba a unas pocas cuadras del metroSporttivnaya; vale decir, muy cerca de mi domicilio, un departamento en el centro moscovita. Eso me hizo pensar que:

a)    la mayor parte de las veces uno no sabe que las cosas buenas de la vida están justamente a nuestro lado y

b)   que el andar todo el día corriendo nos hace perder de vista el placer de admirar la belleza que nos rodea y nunca advertimos.

En Internet también hallé un mapa que indicaba como llegar desde aquella estación. Así es que como creía ser un chico listo e independiente decidí llegar por mis propios medios.

Y sólo.

Tercer paso: llegar

No deseo aburrir más al lector con aspectos triviales sobre cómo se las arregla un hispano parlante en Rusia si no sabe la lengua local. Por ello, seré breve: localicé el cementerio, entré y me dirigí al guardia diciéndole que no hablaba  ruso y le mostré mi cámara fotográfica, preguntándole con la mirada y un par de palabras en inglés si podía sacar fotos. Al parecer, ya estaba acostumbrado a tratar con extranjeros incultos lingüísticamente por lo que no se sorprendió.

“Please”, dijo, y me invitó con la mano derecha a iniciar mi recorrido.

Cuarto paso: deambular

Me puse, pues, a caminar. Ante todo, me sorprendíó la belleza de todo.

Sin embargo, simultáneamente, constaté otro hecho paralelo y muy singular.

Eran cerca de las 12 y se registraba una temperatura altísima –la que calculo llegaba a unos 28 °C- para un mañana normal de primavera. Ello, emparejado a una intensa humedad: en lo concreto, transpiraba copiosamente, lo que me provocaba un estupor desesperante y ante el que no podía hacer nada. Eso por un lado.

Por el otro, estaba pasmado ante el esplendor salvaje y el crecimiento incomprensible de la naturaleza escenográfica del camposanto. En pocas palabras: aquel parque era una suerte de bosque gigantesco en donde todo resplandecía con un colorido casi lisérgico. Parecía como si el pasto, las hojas de las plantas y las ramas de unos árboles casi de dimensiones mitológicas estuvieran creciendo ahí mismo, en aquel preciso instante, en esos mismos segundos ante mis propios ojos… El contraste era francamente singular: sólo dos meses y medio atrás todo Moscú estaba cubierto por una considerable capa de nieve y la vida vegetal pernoctaba en una forzosa animación suspendida.

Ahora, brillaba como si estuviera poseída por la encarnación misma del espíritu de la vida. Todo era vida… en aquel cementerio.

Quinto paso:




 

 



Sexto paso: partir

Estuve unas tres horas caminando a lo largo y ancho de la necrópolis. Pensé mucho, por cierto. No obstante, aquí no utilizaré el lugar común y políticamente correcto de decir que la visita incrementó mi percepción sobre “la fragilidad de la vida” y “la inminencia de la muerte”. Es que a veces hay ciertas cosas que no pueden concebirse –ni menos expresarse- racionalmente… y más vale sentirlas.

Lo que sí me parece relevante dejar en claro es que nunca había estado en un cementerio similar a Novodévichi. Por regla general, la vida me había  acostumbrado a concebirlos como un espacio vasto en el que quienes nos dejan son depositados en su última morada y homenajeados póstumamente con una lápida que cuenta con la inscripción de algún mensaje emotivo y familiar –o incluso versos - y que lleva el registro de su nombre para el conocimiento de las próximas generaciones. En tanto, quienes conocieron la celebridad y/o las bondades de la riqueza, por lo general, son consagrados a su último descanso en mausoleos de tamaño y refinación variable.

Pues bien, a medida que deambulaba por Novodévichi creí intuir una idea soterrada, pero luminosa: el arte estaba aquí destinado a rendir a los muertos una sentida despedida por parte de nosotros -los vivos- en retribución a todo lo bueno, bello y noble que nos habían entregado e, igualmente, se le concedía la facultad de elevarse a un plano en el que se constituía en la muestra más contundente de que el hombre puede pararse frente a la muerte y contrarrestar su horror con la fuerza e intensidad de la creación humana.

 

   No recuerdo muy bien donde escuché o leí esta frase. Sin embargo, a mi me parece perfecta y la uso a menudo como un manantial de esperanza. “No hay nada que no pueda solucionarse en la vida… salvo la muerte”.

Tal vez las mentes rusas que estuvieron tras la concepción y establecimiento del cementerio Novodévichi pensaron algo parecido… y en una decisión bastante visionaria llevaron a la práctica esta singular planificación  

con el fin de vencer a la muerte por medio de la belleza

 

Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.

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