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Una palabra esencial: “PECTOPAH” (Segunda parte)

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Una palabra esencial: “PECTOPAH” (Segunda parte)

Una palabra esencial: “PECTOPAH” (Segunda parte)

Me acuerdo como al principio de esta epopeya en la que incursionábamos en Rusia nos gustaba comentar entre colegas acerca de la gran cantidad de “Pectopah´s” (restaurantes) que se veían por las calles de Moscú. En casi cada calle había uno. Literalmente. Cada cual con diverso grado de sofisticación. No se trataban, por supuesto de la típica posada o restaurante “al paso” de Latinoamérica. No: acá el negocio era más elegante, refinado... y afanoso. La Rusia de la segunda década del nuevo milenio. 

Sirva ahora un breve ejercicio descriptivo:

Desde su misma entrada, un restaurante “promedio” tiene acá su guardia –vestido de etiqueta y, por lo general, de mirada más o menos inquisitiva- o su recepcionista, mujer en la mayoría de los casos. Su misión es, esencialmente, evitar la entrada de elementos “indeseables” o eventualmente escandalosos y resguardar que los comensales entren y se sientan en demasía como Pedro por su casa. Bueno, eso se entiende: nadie quiere que le vengan a desordenar el gallinero ¿no?, aunque el invitado llegue, venga y pague.

Otro aspecto a considerar: el decorado, la preparación de los platos y hasta el protocolo de servicio indican que en la capital rusa de hoy nada está dejado al azar en este rubro. Y es que la competencia es fuerte y la oferta culinaria no menor.

Eso, al menos, en un restaurante estándar. No he ingresado a los más económicos por una pereza que no me asusta confesar… y también, seguramente, porque me estoy convirtiendo irremisiblemente en un burgués.

Respecto a los más caros, soy sincero: de puro imaginarlos se me quitan las ganas de intentarlo… pues sé que NO ME VAN A DEJAR ENTRAR. La razón es clara. Aquí –como en otras superpobladas capitales del mundo- el face control no es un juego. De todas formas, para que andamos con cuentos: en España y Sudamérica se está aplicando cada vez más está particular versión de la paz y hermandad entre los hombres. La canción –por más Declaración Universal de los Derechos Humanos que le pongamos en la melodía- sigue siendo la misma. Aquí y allá:

“Mira, guapo, ¿te has visto al espejo? ¿No es cierto que no te pareces mucho a Brad Pitt o a Justin Timberlake? Anda, camina un poco por esta larguísima avenida, detente en una tienda y cómprale flores a tu novia, quien de seguro te espera en casa con los brazos muy abiertos…”. 

Las opciones son bien claras: o lo tomas o lo dejas. Al guardia, amigo(a), le da lo mismo si eres una “Figura Pública” o tienes 1.000 millones de seguidores en Facebook. “¿Qué se creen: que yo ando aquí repartiendo la Paz en la Tierra? No, pues: yo ando aquí  trabajando”, diría. Y con toda razón.

MIRADAS MÁS, MIRADAS MENOS

De todas formas, valgan algunas precisiones.

No es que acá los guardias se preocupen mucho ante eventuales posibilidades de robo respecto a los extranjeros: saben que ninguno que tenga aunque sea dos dedos de frente hará algo tan bobo, sabiendo que después llegará la policía a buscarlo y entonces… Además, si alguien va a robar ¿es un poco raro que el poco dinero que tiene se lo gaste pagando la entrada a un club o restaurante, no?

Niet: otra cosa buscan los guardias respecto a los parroquianos que acuden a la taberna: una turbiedad de mirada, esas ancestrales y globalizadas “intenciones oscuras”, la maldad misma encarnada en el homo sapiens.Y para descubrirlas los rusos tienen no un 6.° sentido: tienen un 7.° y un 8.° incluso. Ellos advierten –o lo intuyen, en los casos más difíciles- la traición, la falsedad de intenciones, los propósitos enrevesados y la calidad “gelatinosa” de ciertos individuos.

Así es que los guardias o recepcionistas –como ya se dijo, en este último caso a veces se trata de mujeres- te miran de pie a cabeza. Observan tu ropa. Se fijan en tus gestos. Buscan algo que te delate. “Este es peligroso. No se trae nada bueno entre manos”.

EL MALIGNO

Probablemente –y por razones más o menos comprensibles- un alemán, francés, sueco, inglés, belga o incluso estadounidense, tiene mayores probabilidades de generar menos suspicacia. Hay cierta “idiosincrasia” primermundista claramente advertible (la que “indicaría” una respetabilidad garantizada), aunque en ciertos personajes tan poco púdica como el perfume mañanero en un establo lleno de vacas en pleno verano.

Sin embargo, si quien llega al hospicio es un latino… algo sucede con el esquema lógico de los guardias locales. El recién llegado tiene algunos ademanes incomprensibles. Cortocircuito inmediato:

“¿De dónde viene éste? ¿Y porqué tiene el pelo así, tan largo? ¿Qué son esas tiras de lana que tiene atadas en la muñeca? ¿Qué extraño talismán lleva colgado al cuello? ¿Y por qué lo lleva? ¿Será nefasto, maligno o incluso aniquilador? Y si lo dejo entrar ¿qué impensado ritual hará dentro? ¿Hablará en maya o algún otro lenguaje aún no conocido por la especie humana? ¿Bailará alrededor de una fogata y escupirá fuego sobre la cabeza de nuestros invitados? No, mejor no lo dejo entrar”, piensa.

Sólo algunos segundos después reacciona. Y con todo. “Pero, y si no lo dejo pasar… ¿no me hará algún maleficio, y me convertirá en sapo o vaya a saber uno en que clase de insólito animal? ¿Y si me deja de piedra y convertido en quién sabe qué cosa? Este sujeto es muy, muy raro y tal vez que recónditos poderes trae de su tierra... No, mejor lo dejo que entre”

Fin de la escena: Yuri Gólubev advierte un detalle que contrarresta todos sus temores más íntimos. “Este espécimen que parece proveniente de la época precolombina viene acompañado de una joven rusa. Si ella ha decidido salir con él es que no debe ser tan homicida o brujeril como lo imagino. Quizás, incluso, no sea para nada mal tipo…”. Y he aquí que Yura (diminutivo de Yuri) se hace a un lado y por poco extiende una alfombra real, pensando –todo como proceso interior: que no “se note” lo que sucede por dentro- que “este tipo es legal. Un excelente muchacho. Me cayó bien. Además, se le ve invitando a cenar a una noble conciudadana”.

Y como remate: “Adelante, distinguido señor descendiente de inca”.

CÁNDIDO ERROR INTERPRETATIVO

Algunos párrafos atrás decíamos lo siguiente: Me acuerdo como al principio de esta epopeya en la que incursionábamos en Rusia nos gustaba comentar entre colegas acerca de la gran cantidad de “Pectopah´s” (restaurantes) que se veían por las calles de Moscú”. Y así era. ¿Por qué, en efecto, hay tantos restaurantes en la ciudad? El negocio, imagino, debe ser bueno e ir in crescendo (no recuerdo donde leí que la capital rusa es la ciudad que congrega la mayor cantidad de restaurantes japoneses respecto a sus pares en el mundo. Y esto es sólo un ejemplo del  fenómeno). Recuérdese, además, que Rusia albergará el mundial de fútbol 2018 y que el hincha come y bebe mucho… pierda o gane. Los restaurantes moscovitas ya se están preparando: así es que, desde ya, si viene por estos lares recuerde como se llaman: PECTOPAH´s… o Pecmopah´s?

“¿Qué les parece si esta noche vamos a comer a uno de los locales de la cadena de comida moscovita ‘Pectopah’? Acá hay muchos ¿no?”, fue la invitación pronunciada a mediados de noviembre de 2009 por Rodrigo Salazar en una reunión de colegas españoles, mexicanos, colombianos, ecuatorianos, peruanos y argentinos, hombres y mujeres. La broma era simple e inofensiva: que los ‘Pectopah’, como nos gustaba llamarlos eran… algo así como los “McDonald's rusos”.

Y eso fue.

Provecho….

Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.

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