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Glamur en el ring: los "exóticos" que conquistan la lucha libre en México

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La imagen de Héctor Amaya en el cine, representando a "El bello Califa", es el génesis oficial de esta agrupación de luchadores. Se baten en el cuadrilátero como cualquiera, pero te aclaran que son diferentes, que son los que adoban el ring. Reivindican su diversidad sexual y se hacen llamar "Los exóticos".
Glamur en el ring: los "exóticos" que conquistan la lucha libre en México

El local no es muy grande. Y tampoco es un local. Es un rectángulo de un metro de ancho por dos de largo con una lona impermeable rosa chicle. Ahí, sentada respondiendo mensajes en su celular, está Wendy Martínez Carrera, aunque la reconocen como Miss Gaviota.

"Yo soy la auténtica reina del glamur", dice Wendy mientras expande la sonrisa oculta en unos labios delineados en fucsia y acomoda un espejo boca abajo sobre un armazón de tubos para improvisar algo parecido a una mesa. "Es que ahí va una tabla pero la dejé", se excusa.

Ese puesto a medio hacer en la calle es su peluquería, ubicada a una cuadra de la Arena Coliseo, uno de los sitios más emblemáticos de la lucha libre en México. Allí atiende de lunes a sábado desde las 10:30 de la mañana hasta las 6:00 de la tarde a sus clientes del barrio de La Lagunilla. Los martes y jueves cierra más temprano porque se va a entrenar. Ella también es una gladiadora, es la primera chica transgénero que se sube al ring.

Los exóticos

La imagen de Héctor Amaya (1922-2010) interpretando a "El bello Califa" es una suerte de génesis. En la película de la Época de Oro del cine mexicano, un hombre guapo y delicado se enfrenta a otro, más rudo y "mero macho", en el cuadrilátero. El primero toma ventaja al segundo y el narrador de la pelea, atónito, exclama: "El Huracán, que siempre ha vencido a todos los luchadores fuertes, rudos, salvajes, esta noche no ha podido con el estilo de este extraño luchador, de este exótico del ring que se despeina y rápidamente llama a su 'valet' porque él no puede luchar si está despeinado".

"A partir de allí es que empieza el estilo exótico", asegura Felipe Alvarado, apenas reconocible sin el maquillaje bicolor plateado y dorado, surcado por un rayo negro, que se coloca cada vez que encarna al luchador Polvo de Estrellas. Él también es un exótico.

"Mira, yo creo que al principio permitieron a los exóticos por puro morbo porque tengo entendido que ese señor (Amaya) ni siquiera era gay. Pero la verdad es que aquí hubo, mejor dicho, hay todavía mucha homofobia. En Ciudad de México quizás no tanto pero en la provincia, de donde yo vengo, sí es más difícil para uno".

No queremos 'jotos'

Felipe nació en Acapulco. Las primeras batidas en la lona empezaron desde muy joven en su tierra natal y confiesa que fueron por venganza: "Yo te voy a decir, a mí la lucha libre me llega por quererme saber defender, por tantas injusticias. Yo soy de provincia y allá hay mucha homofobia o la gente no está preparada. O sí está preparada pero se hace como pendeja. Todos me pegaban, niños, niñas. ¡Me daba tanto coraje! Por eso me metí, yo soy muy rencoroso".

Su papá era aficionado a "las luchas" y su madre hizo lo posible por criar a todos sus hijos de la manera más estricta posible. "Ella nos decía 'no quiero que salgan a la calle porque si les pegan, yo también les voy a pegar. Primero por dejarse y segundo porque qué hacen en la calle'. Todo en mi casa era malo". Pero él, fascinado con la idea de devolver bien los puñetazos, lanzar patadas voladoras y hacer una llaves quiebrahuesos, empezó a frecuentar los gimnasios donde entrenaban los luchadores de su ciudad.

"Yo soy gay, siempre he sido gay, pero para que me pudieran aceptar dentro del elenco tenía que hacer de hombre porque me decían 'aquí no queremos jotos'. Yo me quedaba callado y pues ni modo". Una digresión necesaria: En México, la palabra "joto" se empezó a usar en referencia a la "crujía J", pasillo de la clausurada cárcel de Lecumberri donde enviaban a los reclusos considerados homosexuales. Pero ahora en la sede del extinto recinto penitenciario funciona el Archivo General de la Nación y los 'jotos' son el sinónimo peyorativo de 'gay': marica, puto, choto.

En la lucha libre mexicana clásica sólo hay dos bandos: "los técnicos", que son la encarnación del bien, los que tienen la estrella de héroes en la máscara; y "los rudos", quienes reciben las rechiflas del público porque juegan sucio, hacen piquetes en los ojos y atacan a mansalva. En medio de esa dicotomía, surgen "los exóticos", que se baten igual que cualquiera pero, como dice Felipe, son los que le ponen "picante" al ring, "los que se mueven distinto, los que se cuelgan un moño o un sombrero anchote y les vale madre lo que la gente diga". 

El espectáculo del exceso

El ensayista mexicano Carlos Monsiváis definió la lucha libre como "una mezcla exacta de tragedia clásica, circo, deporte olímpico, comedia, teatro de la variedad y catarsis laboral". Aunque olvidó, quizá, lo que significa para alguien como Wendy: la fama.

"Mira, mami, a mí me faltan por hacer muchas cosas, muchísimas. Yo quiero ser una luchadora transgénero que traspase la frontera, quiero estar en la cima y lo estoy consiguiendo", afirma ella con seseo hiperbólico y ademanes de María Félix mientras busca en su teléfono el póster de su próximo combate: Houston, Texas, 20 de octubre. "Ahí me van a coronar como la reina del ring".

Lo de ella siempre fueron los concursos, las coronas, las enaguas coloridas, los tacones. De pequeña, lo usual: se ponía la ropa y el maquillaje de su madre a hurtadillas. "Yo empecé a cambiar mi forma de ser, empecé a cambiar mi forma de vestir y de actitud porque me empecé a hormonizar, a cambiarme de niño a niña. Es un tratamiento hormonal que me ha tomado 26 años para tener pechos naturales y tengo una operación en mi parte íntima; es que tuve una lesión y me tuve que operar hace doce años, pero aquí estamos". Wendy cruza la pierna portentosa que embute en un pantalón pescador, y deja ver el detalle de la estrella dorada en sus zapatos marrones; también las uñas, amén de un perfecto acrílico escarlata con apliques brillantes. 

Sabe que la miran y presume. Se suelta el moño ajustado a la coronilla y sobre su espalda cae una melena negra, abundante, que apenas conserva la humedad de un baño reciente: "Es que uno trata de cuidarse, de arreglarse, cuando tú te quieres, tratas de verte bien. Para mí los años no pasan, para mí los años son siempre mis mejores años. Como diría Susana Zabaleta, 'a mis cuarenta qué peros me pones". A esa hora de la mañana, el rostro de Wendy acoge una capa profusa de base que no oculta sus líneas de expresión, el trazo contundente de un lápiz de cejas y la pompa de unas pestañas postizas inmensas, que amparan la mirada oculta en un par de lentes de contacto grises. Todo en ella es un superávit femenino o, como diría Roland Barthes en su ensayo sobre la lucha libre, "el espectáculo del exceso".

"Te vas a morir de hambre, cabrón"

De cien, uno. Esa es la proporción de quienes logran triunfar en las luchas. Felipe lleva 36 años en el negocio aunque cada vez son menos las veces que se mide en el cuadrilátero y las horas de ocio. Trabaja, trabaja mucho: produce eventos en la compañía Triple A una o dos veces por semana, eventualmente combate, cose trajes y máscaras para luchador, y ayuda a su esposo a vender en los tianguis (mercados itinerantes) de su colonia.

Por la lucha dejó los estudios y su padre lo sentenció: "¡Te vas a morir de hambre, cabrón!". "Me costó mucho trabajo pero creo que antes que prepararme para la lucha libre, me preparé para el éxito, venía con hambre de triunfo. Mi papá me decía 'hijo, tú sé lo que quieras ser pero hazlo bien, si quieres ser ratero, pues sé el mejor, nomás que no te agarren'. Y ya ves, aquí estoy, de hambre no me voy a morir. Si un día dejo el negocio, yo sé coser, sé cocinar y he ahorrado mi dinero".

Su voz es suave, los modales finos y la mirada escrutadora. Con la camiseta colorida, los jeans y sus zapatos bien lustrados, cuesta imaginar que sea el mismo ídolo de la Roma azteca. "Yo no me dejo. Desde que aprendí a defenderme vivo a la expectativa de que si alguien voltea a mirarme feo, pues voy y le reclamo. Sea hombre o mujer. Y ha habido ocasiones en que les pego, no me importa. He estado detenido varias veces. Mi lema como persona es dejar que el mundo ruede y conmigo que no se metan".

Felipe ha dejado de encarnar a Polvo de Estrellas con la misma frecuencia de antes. No es que se sienta cansado o ya no le guste, "es que hay que darle paso a las nuevas generaciones —afirma entornando un poco los ojos— y a mi edad (cincuenta y tantos) en la lucha libre no se gana bien. Además, los jóvenes de ahorita están haciendo muchas locuras, hacen muchos vuelos, se avientan, lanzan dos o tres piruetas en el aire y caen parados. ¡Yo apenas una maromita y uf!". El nervio ciático y una lesión en la cadera le recuerdan que ahora debe ser más prudente.

Lo que no cambia es ritual antes del ring: "Yo me pongo las botas y la peluca de canutillo, y me sale lo alegre y el relajo, el desmadre. Aparte, nomás das un paso fuera del vestidor y esa adrenalina que sientes por el público que te grita, te aplaude, te chifla es increíble. Ya me están anunciando y a mí de nervios me dan ganas de volver el estómago. Siempre me pasa. Luego voy a la puerta y salgo, y se me quita todo".

Un ídolo como Polvo de Estrellas ha llegado a gastar unos 5.000 pesos (equivalentes a 275 dólares) en una peluca de Hiedra Venenosa, de esas que lanzan chispas por los fuegos artificiales que tiene dentro, para hacer su espectacular entrada al ring contoneándose con el tema "Belive" de Cher. Esas inversiones no siempre son proporcionales al pago. Hace dos años, según El Universal, un luchador se quedaba con 380 dólares por pelea ganada porque la mayor parte del dinero, entre 50 y 70%, se va directo a las arcas de las empresas promotoras. Es el precio por arriesgar la vida en espacios de luces mortecinas, mobiliario desvencijado y gente que grita "¡Queremos sangre!" sin el menor atisbo de decoro. La muerte del luchador Pedro Aguayo, en 2015, recordó que el peligro es real, más allá de las acrobacias, las pestañas postizas y los trajes coloridos.

La fama o la vida

Un cliente llega al puesto de Wendy, se sienta en la silla plástica y entrega su larga cabellera a los designios de la peluquera. Ella continúa hablando de sí misma y abre un pequeño 'bobby pin' con los dientes: "Entreno dos veces a la semana: martes y viernes, y lucho, a veces, viernes, sábado y domingo. Aquí trabajo todos los días, menos los domingos, de 10:30 de la mañana a 6:00 de la tarde, y luego en la otra estética de 6:30 de la tarde a las 11:00 de la noche. Nunca estoy parada. Me encanta el dinero, me fascina el dinero, pero me gusta trabajar. Yo vengo de una familia muy muy muy humilde, ¿sí me entiendes? Y no te voy a decir que ahorita somos ricos, pero la verdad es que unos frijolitos nunca nos hacen falta". 

El sueño recurrente de todos es ser millonarios. No es una fantasía descabellada en un país con 43,6% de pobreza y 7,6% de pobreza extrema, según la más reciente medición realizada por el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social, aunque sí inalcanzable si se tiene en cuenta que la desigualdad está en niveles récord, de acuerdo a un reporte de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) publicado a mediados de este año. Pero en el pequeño puesto Wendy en La Lagunilla "valen madre" esos números, lo importante es pelear y vencer: "Antes de salir al ring yo me encomiendo a Dios y a la virgencita de Guadalupe y me convierto en Mumm-Ra, el inmortal. Se me olvida que tengo las uñitas, que traigo el pestañón, el pelazo largo, las tetas. Ahí se me olvida todo, ahí me convierto en una guerrera. Es que yo quisiera que me recordaran como el ser extraordinario que soy, como una dama, como la auténtica diva del glamur y es que ahorita también le ando rascando para ser actriz de televisión".

Las aspiraciones de Felipe casi las mismas pero las expresa con menos entusiasmo. Tal vez sean los años, la experiencia, la rudeza en el mundillo de las lonas. No se sabe. Cuenta que lo han llamado para actuar en una obra de teatro y que ya no entrena como antes. Se considera un precursor, un pionero que logró conquistar un lugar para la comunidad gay en un país considerado machista, misógino y que mira la sexodiversidad con indulgencia, asco o burla.

"Ahora la gente nos respeta un poco más, nos ubica. Antes, nosotros no vendíamos, a los productores les daba miedo promocionarnos, nadie nos aventaba un centavo. Pero gracias a Antonio Peña (fundador de la Triple A), nos incluyeron en la televisión y tenemos un programa con mucho rating que se transmite los viernes en la noche. Nosotros levantamos ese horario que ahora todo el mundo quiere. Yo estoy muy agradecido, hemos logrado mucho".

Antes de marcharse admite que la batalla contra la homofobia en México no está ganada ni en el ring ni en la calle, pero él es de los que no se rajan. Aún no tiene claras las fechas de su próxima pelea, pero sabe que no es su hora de dejar los escenarios. Su edad es lo de menos, lo que cuenta —escribiría Monsiváis décadas atrás en "Los rituales del caos"— es la eterna juventud de la credulidad, "un luchador no envejece mientras su público en él se reconozca".

Nazareth Balbás

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