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La historia del octogenario acróbata gallego que sorprende a todos en una avenida de Caracas

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Cada tarde este abuelo desafía la gravedad y los años con los trucos que hace con sus aros de plástico.
La historia del octogenario acróbata gallego que sorprende a todos en una avenida de Caracas

El lento tráfico en una de las principales avenidas del centro de Caracas solo es interrumpido por una imagen inusual: un octogenario que hace acrobacias con un hula hula entre la humareda de los carros.

José Bestilleiro Calviño cumple 84 años en agosto, aunque no le da mucha importancia a la fecha. Al abordarlo, accede de inmediato y recuerda que distintos medios venezolanos e internacionales han conversado con él sobre esa sorprendente habilidad para alguien de su edad.

Desde hace quince años, cuando quedó sin trabajo, ha estado entre la plaza Candelaria, ubicada en una de las parroquias caraqueñas centrales más antiguas, que lleva el mismo nombre, y la avenida Urdaneta, una de las principales arterias viales de la ciudad que une el centro con el oeste.

Los peligros de José

"Sé que estoy en peligro", dice sin mayor preocupación. A la isla, donde debería estar un fiscal de tránsito, llegó luego de no tener éxito con la enseñanza de salto de cuerda y el baile de hula hula con los niños, que le dañaron varios aros. Allí empezó solo por mostrar su trabajo físico y concentración y se quedó porque le comenzaron a dar dinero desde los autos que esperaban el cambio de semáforo. Ahora es este su principal ingreso.

Cada tarde estará allí, con los brazos extendidos en cruz y con un aro en constante movimiento en cada uno. Luego se acostará, como si estuviera tomando sol en alguna playa, en el muro de cemento de unos 50 centímetros de altura, ubicado en el centro de la transitada avenida, y pasará el colorido círculo a su pierna, que lo hará rotar.

José indica cuál es la ubicación correcta del fotógrafo, teniendo en cuenta la luz para hacerle una imagen y cree que un video sobre sus acrobacias tendría más difusión en internet. Pregunta si se quita la gorra o si la deja, y se transforma en un abuelo que hace volar los círculos de plástico y la imaginación.

Su truco estelar, el más aplaudido en ese circo improvisado que se presenta entre el tráfico y el hollín de la ciudad, consiste en lanzar el hula hula para que atraviese la avenida, aplaudir y "llamarlo". Después de unos segundos, estará en sus manos nuevamente.

Infancia de trabajo

En su natal Montouto, en la ciudad de La Coruña, en el norte de España, antes de los diez años, le tocó "hacer el trabajo de hombre". En su niñez lejana en los años cuarenta del siglo pasado, perdió tempranamente a su padre y tuvo que asumir el rol de hijo mayor. Eran seis hermanos y su madre no volvió a casarse.

"España era pobre, estaba muy decaída", dice. Eran los años posteriores a la Guerra Civil y en plena Segunda Guerra Mundial. "Yo además era criado", agrega. En esa época de limitaciones tuvo que hacer el trabajo de la tierra y la ganadería para otras personas dentro de su pueblo y en localidades cercanas. "A veces empleaba el día caminando", narra.

Debido a que era responsable del sustento familiar, no siempre podía ir a la escuela. "Iba salteado: 15 días sí, dos meses no", recuerda. De ese breve paso aprendió a leer y escribir "mirando y ensayando". Su espíritu de autodidacta, perfilado desde pequeño, le llevaría casi sesenta años después a ser el asombroso abuelo del hula hula.

Destino: Venezuela

Con la carcajada de quien se salvó de los mayores peligros, cuenta que varias veces se quedó colgando, suspendido de la cuerda que se amarraba a la cintura para trabajar en una cantera en Raíces Nuevo, en Asturias, a más de 200 kilómetros de su pueblo. Allí estuvo diez meses entre arena, grava y piedras para las construcciones. Tenía menos de 24 años.

Luego de ese trabajo pensó que necesitaba "encontrar una mejor forma de vida" y "probar cosas nuevas". Se perfiló en su horizonte cercano un país suramericano a casi 7.000 kilómetros del que hablaban mucho sus conocidos a finales de los años 50: Venezuela.

José fue el primer hijo de su familia que salió de España. Para el año 1958, cuando cayó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en el país suramericano, el 41% de los migrantes europeos que recibía eran españoles. 

Desde que se montó en el buque Begoña no ha vuelto a su tierra. En Caracas se estableció en la parroquia Candelaria, donde aún vive y hace contorsiones con los círculos de plástico. En esta zona del centro de la capital venezolana se concentraron cientos de inmigrantes españoles y portugueses a partir de finales de los años 30 del siglo XX.  

Respirar gasolina

Durante 50 años llenó los tanques y sus pulmones de gasolina en dos estaciones de servicio. En una, ubicada en El Rosal, zona de oficinas en el este de Caracas, estuvo 15 años y en la otra, en la esquina El Cuño, en la parroquia La Pastora, en el norte de la capital, laboró 35 años más.

Cinco décadas de inhalar los vapores de los compuestos de metales pesados como el plomo, hicieron que desarrollara una afección pulmonar crónica. "Me cuesta respirar", explica y agrega que se le dificulta comprar los medicamentos que necesita. No visita el médico, a pesar de que también tiene un quiste en la espalda que él mismo "se trata".

En Venezuela conoció a su esposa, una coterránea con la que tuvo una hija. Después de enviudar, hace más de 15 años, empezó a hacer actividades aeróbicas como saltar la cuerda. Todo comenzó cuando se encontró un hula hula en la calle "no sabía ni cómo se llamaba", se lo llevó a su casa y empezó a delinear por casi un año la técnica que lo ha hecho tan conocido.

Joven de 80

"El hula hula me mantiene con vida", dice este abuelo con tres nietos que reconoce que "tiene vitalidad para jugar". Su flexibilidad y equilibrio reta a los años que ha alcanzado. 

Si se advierte más de cerca su rostro, se nota que tiene afeitada la mitad de su bigote ya blanco y una de sus patillas. "Lo hago por rarezas, por distinguirme", suelta, aunque también cree en la dualidad "del bien y el mal" que de alguna forma expresa en su cara.

Años atrás, como parte de ese gusto por lo distinto, se pintaba algunas uñas de la mano. Luego de que su hija se lo reprochara, dejó de hacerlo.

Piensa que estará en su montículo en medio de la avenida Urdaneta "hasta que aguante". Por ahora sigue haciendo girar la rueda fluorescente entre sus brazos y piernas en el mismo sentido de las manecillas del reloj que le ha cedido un tiempo más.

Nathali Gómez

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