“¿Quien le mandó andar borracha por la noche?": El verdadero problema del feminicidio en México

Javier Buenrostro

Desde los años 80, el fenómeno de las maquiladoras de Ciudad Juárez empezó a producir algo más que ropa y trabajos mal pagados. La ciudad fronteriza produjo asesinatos por decenas de mujeres vinculadas a esa economía fabril. El perfil de las asesinadas era similar: jóvenes y adolescentes de entre 15 y 25 años de edad, de escasos recursos y educación que debieron migrar de otras zonas rurales de México para poder encontrar un trabajo en esta zona industrial. Las muertes estuvieron ocurriendo en Ciudad Juárez por años, pero es hasta 1993 cuando se comenzaron a contabilizar por lo que son: feminicidios.

Un cuarto de siglo después, el nombre de Mara Fernanda Castilla Miranda hace eco a lo largo y ancho del país. Mara, estudiante de 19 años, abordó un taxi el 8 de septiembre para ir a su casa después de una reunión con amigos en un área con una alta concentración universitaria. Nunca llegó a su domicilio, por lo que su hermana hizo la denuncia ante las autoridades y realizó una amplia difusión en redes sociales que logró que la desaparición fuera de conocimiento nacional en dos o tres días. Desgraciadamente, el cuerpo de Mara fue encontrado sin vida una semana después con signos de abuso sexual y se determinó que su muerte fue por estrangulamiento.

El feminicidio en México debe ser considerado un caso de emergencia nacional y como tal debería ser tratado. Han pasado más de 30 años desde las primeras muertes en Ciudad Juárez y 25 desde que se empezaron a tipificar en la ciudad fronteriza bajo el concepto legal que fue utilizado por primera vez en 1976 ante el Tribunal Internacional sobre los Crímenes contra la Mujer en Bruselas. Los asesinatos nunca se detuvieron: al contrario, se han ampliado. Ya no solo es Ciudad Juárez, sino que abarca todo el país. Ayer fue Mara Castilla en Puebla. Hace unos meses, Lesvy Osorio en la Ciudad de México, Karen Esquivel en el Estado de México, Mariluz Reyes en Veracruz, Claudia Morales en Guanajuato, Lucía Muñiz en Chihuahua y una lista que sigue de manera tan extensa como dolorosa.           

A las víctimas de feminicidio no se les mata una, sino varias veces casi siempre. La primera, es la muerte física a manos del agresor quien, en no pocos casos, es alguien con quien la víctima tenía una relación personal: novio, esposo, expareja, pareja de la madre, empleador, etcétera. La segunda parte es la invisibilización de la víctima, que proviene de su condición de mujer en una sociedad machista. Las muertas de Ciudad Juárez eran mujeres en condiciones de vulnerabilidad económica y social, la mayoría sin arraigo ni conexiones familiares en el entorno por su condición de migrantes de otros puntos de la geografía nacional. Ser una mujer de un sector socialmente vulnerable y laboralmente prescindibles hizo que cientos de muertes se convirtieran en casos tan efímeros y desechables para las estructuras de poder y los aparatos de justicia como lo habían sido en vida para los mismos.

A la víctima de feminicidio se le vuelve a asesinar cuando se le acusa moralmente de tener una corresponsabilidad en su propia muerte. Salir de noche o beber o vestirse de una manera particular pasan de ser actividades sociales a convertirse en la justificación de una agresión para las mentes obtusas. "Le pasó por andar de mal portada", "Se lo buscaba por vestirse de manera tan provocativa", "Quien le mandaba andar de borracha a altas horas de la noche" y frases similares aduce la misoginia disfrazada de buena conciencia. Para estas voces, la mujer debe vestir recatadamente y estar en su casa siempre o de perdida bajo un toque de queda autoimpuesto. Trabajar, divertirse o intimar en el espacio público de la manera que lo hace un hombre parecería condición suficiente que justifique la violencia contra ella. La violencia de género no es exclusivamente sexual, sino que implica a las relaciones de poder existentes en la sociedad en varios niveles, por lo que la estigmatización es un eslabón más en la cadena de esa violencia estructural que mata a las mujeres. El estereotipo moral es particularmente agresivo en contra de la mujer que ha subvertido el orden constituido en nuestras sociedades patriarcales.

El machismo imperante en la sociedad es una parte obvia de este horror, pero no es la única. El problema del feminicidio en México es, desde hace muchos años, una cuestión estructural y no solamente de hechos aislados, igual que la violencia o la corrupción y, en gran parte, debida a los mismos motivos: la impunidad. Para ejemplificarlo, no tenemos que escarbar profundamente, solo tenemos que remover la superficie. Tomemos el caso de Lesvy Osorio, asesinada hace unos meses en la Ciudad Universitaria de la Ciudad de México. A pesar de que consta en videos que fue agredida por su novio con una cadena y que este tenía un historial delictivo, la Procuraduría General de Justicia (PGJ) de la capital del país concluyó que el motivó de la muerte de Lesvy fue suicidio. ¿Cómo es posible que alguien se estrangule a sí mismo hasta el ahorcamiento con el cable de un teléfono público? La versión suena tan plausible como la de un individuo que se suicida con tres tiros por la espalda.

Desde el año 2000 han sido asesinadas alrededor de 30.000 mujeres en México —según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI)— y, tan solo en el sexenio de Peña Nieto, 7.000 mujeres se reportan desaparecidas, de acuerdo a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). En estos años, la mayoría de los asesinatos ocurrieron en domicilios particulares, lo que habla del machismo y las relaciones de poder y exclusión en el México contemporáneo. Sin embargo, el aumento significativo y constante desde 2009 en los feminicidios en el espacio público como los de Mara Castilla, Lesvy Osorio o Karen Esquivel hacen que nos preguntemos sobre las condiciones estructurales de la violencia en nuestro país y la responsabilidad del Estado mexicano.

Las falencias del sistema de justicia y los privilegios extralegales quedan expuestos lo mismo con el político corrupto y con el narcotraficante que se campea en los círculos más exclusivos que con el empresario que elude impuestos o regulaciones ambientales y con el macho común que comete feminicidio. Todos los casos son ramas del mismo árbol, cuyo tronco principal se llama impunidad. Esa es la responsabilidad directa que el Estado tiene en esta emergencia nacional que son los feminicidios. La violencia, la corrupción y los feminicidios no pueden ser tratados ni solucionados como hechos aislados, deben entenderse como territorios de excepción derivados del régimen de impunidad y la ausencia de un Estado derecho.